Vocación Temprana

 

No habría cumplido aún los diez años cuando escuché en la escuela por primera vez el Cascanueces de Tchaikovsky. Fue una experiencia mágica, única e inolvidable.

 

Me afectó tanto que ese mismo día decidí que quería ser pianista. Llegué a casa con la ilusión de un niño, entré a la cocina, miré a mi madre y le dije eso de “mamá, quiero ser artista”.

 

 

En mi casa, una familia propia de la clase media con gusto por la cultura, aceptó mi vocación con ilusión. En seguida me apuntaron a clases de música en la Sociedad Unión Musical e incluso recuerdo que mi abuelo me quiso comprar un saxofón.

 

La ilusión de un niño puede ser muy intensa, pero también suele ser fugaz. A las dos semanas de comenzar a ir a clases de música descubrí que a dos calles de la academia había un solar que conservaba unos cuantos naranjos, justo al lado del Cristo de las Campanas. Allí pasar la tarde era menos productivo, pero mucho más divertido y además había naranjas gratis.

 

 

No me fui solo. En mi deserción de la música arrastré a otra vocación temprana conmigo. Un amigo que pudo acabar siendo un grande de la música y al que la tentación de pasar la tarde comiendo naranjas acabó por minarle su ímpetu. Hoy es jardinero, me gusta pensar que a lo mejor esas tardes entre naranjos pudieron plantar la semilla de quien es hoy.

 

 

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